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ABEL

  • RossTPonce
  • 9 nov 2023
  • 6 Min. de lectura

I

La noche caía sobre Jesús María, un pequeño pueblo de Jalisco, donde la vida solía ser tranquila y pacífica. Pero desde hace unas semanas, algo terrible había cambiado. Un virus desconocido se había propagado por el pueblo, infectando a la mayoría de sus habitantes y convirtiéndolos en seres sádicos y violentos, que solo buscaban matar y destruir.

Nadie sabía de dónde había venido el virus, ni cómo se transmitía, ni cómo se podía curar. Solo se sabía que era mortal, y que no había escapatoria. Los pocos que habían logrado sobrevivir se habían refugiado en sus casas, armados con lo que podían, esperando el fin.

Pero había uno que no temía al virus, ni a los infectados. Era un hombre misterioso, que había llegado al pueblo hace tres años, y que nunca se había integrado con los demás. Era alto, delgado, de piel pálida y ojos rojos. Vestía siempre de negro, y llevaba una capa que le cubría el rostro. Se llamaba Abel, pero nadie sabía su apellido. Lo que tampoco sabían era que Abel era un inmortal, un hijo de Caín, un bebedor de sangre.

Abel había vivido durante siglos, viajando por el mundo, buscando un lugar donde ocultarse de la maldición que le había impuesto Dios. Había visto muchas guerras, pestes y catástrofes, pero ninguna como la que asolaba a Jesús María. Abel sentía una extraña conexión con el virus, como si fuera una obra de su hermano, el primer asesino.

Abel salió de su casa, situada en las afueras del pueblo, y caminó por las calles vacías, iluminadas por el fuego de los coches y las casas incendiadas. No le importaba el humo, ni el olor a sangre, ni los gritos de los infectados. Solo le importaba saciar su sed, y encontrar una respuesta.

Abel se acercó a una tienda, donde vio a un grupo de infectados que habían entrado a saquear. Eran cuatro hombres y una mujer, todos con la piel grisácea, los ojos inyectados en sangre, y la boca llena de espuma. Llevaban armas improvisadas, como cuchillos, palos y cadenas. Abel los observó con curiosidad, y sintió el latido de sus corazones.

Abel entró en la tienda, y los infectados lo vieron. Dejaron de saquear, y se lanzaron hacia él, con un rugido salvaje. Abel esquivó sus ataques, y los derribó uno a uno, con una fuerza sobrehumana. Luego, se acercó al que estaba más cerca, y le clavó los colmillos en el cuello, bebiendo su sangre.

Abel sintió un placer indescriptible, y también un dolor. La sangre del infectado era diferente a la de los humanos normales. Tenía un sabor amargo, y una consistencia espesa. Abel notó que el virus entraba en su cuerpo, y lo atacaba. Pero Abel era inmune, y su sangre lo rechazaba. Abel escupió la sangre, y soltó al infectado, que cayó al suelo, muerto.

Abel se levantó, y miró a los otros infectados, que yacían en el suelo, inconscientes o muertos. Abel sintió una mezcla de repulsión y fascinación. ¿Qué era ese virus? ¿Qué quería? ¿Qué tenía que ver con él?

Abel decidió seguir investigando, y salió de la tienda. Siguió caminando por el pueblo, buscando más infectados, y más respuestas. Pero lo que no sabía era que alguien lo estaba siguiendo. Era un infectado diferente a los demás. Era más inteligente, más rápido, y más fuerte. Era el líder de los infectados, y el origen del virus. Era Caín, el hermano de Abel, el primer asesino. Y había venido a acabar con él.


II

Abel llegó al centro del pueblo, donde se encontraba la iglesia. Era el único edificio que no estaba en llamas, ni destrozado. Abel pensó que quizás allí encontraría alguna pista, o algún superviviente. Entró en la iglesia, y se sorprendió al ver que estaba vacía. No había nadie, ni siquiera el cura. Solo había un altar, una cruz, y unas velas encendidas.

Abel se acercó al altar, y vio que había un libro abierto sobre él. Era una Biblia, y estaba marcada con una página. Abel la leyó, y se quedó helado. Era el capítulo 4 del Génesis, el que contaba la historia de Caín y Abel.

Abel sintió un escalofrío, y una voz en su cabeza. Era la voz de Caín, que le hablaba desde algún lugar.

· Hola, hermano. Te estaba esperando.

· ¿Caín? ¿Eres tú? ¿Dónde estás?

· Estoy cerca, muy cerca. He venido a verte, después de tanto tiempo.

· ¿Qué quieres de mí? ¿Qué has hecho con este pueblo?

· Lo he convertido en mi obra maestra. He creado un virus que transforma a los humanos en mis hijos. Son mis nuevos Caínitas, mis fieles seguidores. Y tú eres el único que puede detenerlos.

· ¿Por qué harías eso? ¿Por qué me involucras en tu locura?

· Porque eres mi hermano, y mi rival. Eres el único que me puede hacer frente, el único que me puede desafiar. Eres el único que me divierte.

· No quiero jugar a tus juegos, Caín. Déjame en paz.

· No puedes escapar, Abel. Estamos unidos por la sangre, por la maldición. Estamos destinados a enfrentarnos, una y otra vez, hasta el fin de los tiempos.

· No, Caín. No somos iguales. Tú eres un asesino, un monstruo. Yo soy un hombre, un pecador.

· No, Abel. Eres un hipócrita, un cobarde. Te escondes tras la falsa bondad, la falsa piedad. Te niegas a aceptar lo que eres, lo que somos. Somos vampiros, Abel. Somos los hijos de Caín.

· Basta, Caín. No quiero oírte más. Muéstrate, y acabemos con esto.

· Muy bien, Abel. Te concederé tu deseo. Sal de la iglesia, y ven a enfrentarte a mí. Te estaré esperando.

La voz de Caín se apagó, y Abel sintió una rabia incontrolable. Cerró la Biblia, y la arrojó al suelo. Luego, salió de la iglesia, dispuesto a enfrentarse a su hermano, y a su destino.


III

Abel salió de la iglesia, y vio a Caín esperándolo en la plaza. Era un hombre alto, musculoso, de piel morena y cabello negro. Vestía una armadura de metal, y llevaba una espada en la mano. Sus ojos eran de un rojo intenso, y su sonrisa era maliciosa.

· Hola, Abel. Me alegra verte. ¿Estás listo para morir?

· No, Caín. Estoy listo para vivir. Y para acabar contigo.

· Qué valiente. Pero sabes que no puedes ganarme. Soy más viejo, más fuerte, y más sabio que tú. Soy el primer vampiro, el padre de todos. Soy el favorito de Dios.

· No, Caín. Eres el rechazado de Dios, el maldito de todos. Eres el primer asesino, el enemigo de todos. Eres el peor de los vampiros, el más odiado de todos.

· No me odies, Abel. Ámame. Somos hermanos, somos iguales. Podríamos gobernar el mundo juntos, si quisieras. Podríamos ser los reyes de la noche, los señores de la oscuridad.

· No te amo, Caín. Te detesto. No somos iguales, somos opuestos. No quiero gobernar el mundo contigo, quiero salvarlo de ti. Quiero ser el héroe de la luz, el defensor de la vida.

· Qué iluso, Abel. No hay luz, ni vida. Solo hay oscuridad, y muerte. Y yo soy el amo de ambas. Ven, y te lo demostraré.

Caín se lanzó hacia Abel, con la espada en alto. Abel se preparó para el combate, y sacó una daga de su capa. Los dos hermanos se encontraron en el centro de la plaza, y cruzaron sus armas. Comenzó la batalla final.

La lucha fue feroz, y duró horas. Los dos vampiros se atacaron con todo lo que tenían, sin dar ni pedir cuartel. Se cortaron, se golpearon, se mordieron, se quemaron. Se hicieron heridas que habrían matado a cualquier otro, pero que ellos sanaban rápidamente. Se movían con una velocidad y una agilidad sobrenaturales, esquivando los golpes y los obstáculos. Se burlaban, se insultaban, se desafiaban. Se odiaban, se temían, se respetaban.

Pero al final, solo podía quedar uno. Y ese fue Abel. Abel logró desarmar a Caín, y le clavó la daga en el corazón. Caín cayó al suelo, y soltó un grito de dolor y de rabia. Abel se acercó a él, y lo miró con lástima.

· Adiós, Caín. Ojalá hubieras sido diferente. Ojalá hubieras sido mi hermano.

· No me digas adiós, Abel. Dime hasta luego. No me has matado, solo me has herido. No puedes matarme, solo puedes retrasarme. Volveré, Abel. Volveré a buscarte, y a vengarme. Siempre volveré.

· No, Caín. No volverás. Esta vez es la definitiva. Esta vez te he vencido. Esta vez te he liberado.

Abel tomó la espada de Caín, y la levantó sobre su cabeza. Luego, la bajó con fuerza, y le cortó la cabeza a Caín. La cabeza rodó por el suelo, y se detuvo junto a la iglesia. Los ojos de Caín se cerraron, y su boca se calló. Caín había muerto.

Abel soltó la espada, y se arrodilló junto al cuerpo de Caín. Lloró por su hermano, y por sí mismo. Luego, se levantó, y miró al cielo. El sol empezaba a salir, y a iluminar el pueblo. Abel sintió su calor, y su luz. Abel sonrió, y se dejó quemar. Abel había vivido.

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